miércoles, 30 de junio de 2010

Bienvenido... ¿cómo te llamas?

Una vez, hace ya algún tiempo, hablando con la persona más inteligente que conozco, nos planteábamos la conveniencia de ponernos un segundo nombre.

Yo me llamo Guillermo porque otras personas, sobre todo ésta persona de la que hablo lo quisieron así; pero considerábamos oportuno, y, sobre todo, bonito, que cuando llegásemos a una determinada edad, cada uno, conociéndonos lo suficiente (nunca del todo) deberíamos añadirnos un nuevo nombre con el que nos sintiésemos identificados, cómodos, a gusto; nuestro nombre elegido por nosotros.

- Oye, ¿y cuál te pondrías tu?
- Mmm... no lo sé seguro, es algo que tendría que pensarme mucho; pero creo que Ícaro.
- ¿Ícaro?
- Creo que sí.
- ¿Y Luis, como el abuelo?
- Luis me gusta... pero si tuviera que ponerme un nombre a mí mismo, me pondría Ícaro, ya te lo digo.
- ¿Por qué Ícaro?
- Porque me gusta mucho esa historia... ya sabes que me gusta mucho la mitología, y el de Ícaro es mi mito favorito.
- ¿Es ese que se enamoraba de sí mismo?
- No, ese era Narciso.
- Ah, sí, es verdad...

- Ícaro era el hijo de Dédalo, que fue el que construyó el laberinto del minotauro porque un rey se lo encargó,... Minos, creo que era el rey. Entonces, para que nadie supiese el secreto del laberinto, Minos encerró a Dédalo en una torre con su hijo Ícaro. Se trataba de un rey muy desconfiado, así que siempre se encargaba de que se revisase a cualquiera que abandonase la ciudad a pie, a caballo, o incluso en barco; así que Dédalo, como era un fabuloso arquitecto y un genio, tuvo una idea formidable para escapar; y fue fabricar para él y para su hijo unas alas de plumas de pájaro que pegarían con cera. Les llevó mucho tiempo reunir tantas plumas de ave, pero llegó un día en el que ya tenían construidas totalmente las alas que les darían la libertad. Emocionadísimos con la posibilidad de huir, subieron a lo más alto de la torre de su cautiverio y una vez allí, desplegaron a contraluz de un precioso atardecer sobre el mar esas alas construidas con imaginación, paciencia, esfuerzo y, en último grado, plumas de pájaro. (Debería haber sido alucinante verles en ese momento de espaldas al horizonte).

- Qué pena que no estén los críos... les estaría gustando la historia.
- Otro día se la vuelvo a contar, porque además es muy bonita. Bueno, entonces, en ese momento, el padre y el hijo despegaron sus pies del suelo de piedra de la torre con un tremendo esfuerzo de confianza, en uno de los más incomparables actos de fe a los que se ha enfrentado el ser humano en todos los tiempos. Y volaron. Volaron de verdad, derramando sobre el mar inmenso lágrimas de alegría. No estaban tan contentos por escapar como por encontrarse volando juntos; sabiendo que el otro estaba experimentando la misma inexplicable sensación. Ícaro estaba contentísimo, radiante, eufórico; pensó en ese momento que nada podía detenerle; así que le dijo a su padre que además de huir de la torre, quería ser la primera persona en llegar hasta el sol. Tenía poco tiempo, porque como ya sabemos, estaba atardeciendo, así que salió volando velozmente, tan rápido que no pudo escuchar los gritos de su padre que le desaconsejaban realizar tal proeza hasta que no conociesen los límites de las recién creadas alas. Ícaro estaba tan exultante que no se percató de que conforme se acercaba al sol, la cera que unía las plumas de sus alas se iba derritiendo, para acabar uniéndose a las lágrimas que había vertido sobre el mar. Cuando se había derretido casi toda la cera, Ícaro se sintió todavía más ligero, más dinámico, rápido, enérgico y poderoso y lo que es más importante, más cercano al sol; a la consecución de su sueño. Pero era un engaño... se sentía mucho más ligero, sí; pero porque al derretirse la cera se habían desprendido sus alas. Ícaro, muy lejos todavía de alcanzar el sol, pero más cerca de lo que nadie había estado, ante la atónita mirada de Dédalo, comenzó a caer en picado hacia el mar, hasta sumergirse en sus profundas aguas; que lo envolvieron en ese mismo instante y le hicieron desaparecer.

- Qué poético... tienes razón, es una historia muy bonita. ¿Por eso te pondrías el nombre de Ícaro?
- Sí, si me gusta identificarme con alguien, es con él; volando, desoyendo consejos sensatos, arriesgando lo cierto por lo incierto, despegando mis dos pies y saltando de la torre sin antes probar las alas; todo por perseguir mis sueños, por lograr imposibles, por crear un mundo a mi medida, por llegar más cerca de lo que nadie estuvo, por ser feliz en todo momento; o por morir intentándolo.
- Qué bonito es ser joven Guillermo, ojalá sigas pensando así por mucho tiempo... siempre me haces recordar lo bonito que es ser joven.
- Y tú, tía, ¿qué nombre te pondrías?...

Para Ícaro, el que se desprendiesen sus alas fue su gran maldición, pero hoy, para mí, ha sido una pequeña contrariedad el que no se me hayan desprendido; el seguir volando y dejar atrás un tiempo muy bonito en el que me ha acompañado muchísima gente especial, y "especial"... pero pienso que si mis alas hoy no se han caído, es porque nos quedan por vivir juntos muchas otras aventuras. Hasta la próxima.

1 comentario:

  1. Me ha encantado, lleno de sensibilidad!!. Una persona que te quiere muchísimo y que espera que tus alas sirvan igualmente para los reencuentros me habló de tu blog (una vez) y de ti (un montón).

    Como creo que eres como escribes, ni cambies ni dejes ninguna de las dos cosas.

    Si algun dia quieres conocer Pamplona, ya sabes.

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