viernes, 16 de septiembre de 2011

luna creciente

La luz de una luna tímida y creciente sólo hacía visible la densa niebla que rodeaba al barco. Eso y algunas rocas cuando estaban a una distancia tan cercana que parecía inevitable chocar con ellas. Durante un breve instante, el capitán pudo escuchar los terribles sonidos de las olas, el viento y los monstruos marinos; después, la puerta volvió a cerrarse tras él. La reconoció por el olor.

- No es una buena noche para estar en este barco, mi querida Greta.
- Si algo tienen en común todas las noches a bordo de este jodido barco, es que no lo son.

El capitán, extrañado por un matiz oloroso que todavía hacía a Greta más sexualmente atrayente, se giró para verla; y fue entonces cuando pudo contemplar el horror. Olía a sangre; porque de ella estaba salpicado todo su pálido cuerpo.

Las rameras de puerto aprenden a no ir nunca totalmente desarmadas. Para ello, alguien tendría que quitarles los adornos punzantes, y arrancarles las uñas y los dientes. También esos ojos de hechizante inocencia. Aquella noche, todos presagiaban algo terrible, así que Greta, con el coraje que proporciona tener ya tan poco que perder, decidió demostrar en la primera ocasión que se le presentó, que no se sometería a más abusos. Se cargó a aquel marinero como tantas veces había fantaseado mientras la forzaba.

- Todos esos cabrones están preparados para morir. Saben, tan bien como tú y como yo, que si seguimos en marcha acabaremos por chocar con cualquier peñasco, y que si nos detenemos, nos estrellaremos contra el acantilado antes de poderlo ver con la luz del día.
- Si encontramos más rocas en nuestro camino, anclaré el barco y esperaremos a mañana para continuar navegando.
- La segunda buena cosa que he hecho esta noche ha sido soltar la cadena del ancla. Ahora está en el fondo del mar esperando nuestra llegada. Todos, capitán, habéis sido una pandilla de cabrones, especialmente conmigo; y es por eso que creo que merezco la satisfacción de ser la autora de este feliz desenlace. Por favor.

El capitán se hizo a un lado y se quedó observando cómo aquella muchacha se acercaba al timón cojeando con un solo tacón y la ropa hecha jirones. En sus manos, su pecho y alrededor de su boca había manchas oscuras de sangre reseca, estaba encantadoramente despeinada y sus ojos, con el maquillaje corrido a ostias, miraban fijamente hacia el horizonte invisible.

- ¿Cómo coño se acelera esto?

El capitán señaló con un gesto de la mano. Ella sintió la velocidad, riendo a carcajadas, por primera vez desde hacía años, como la niña que era, al pensar en lo sorprendente de que después de tantos oficios que había desempeñado en su corta vida, iba a terminar sus días como capitán de barco. La capitana Greta Manrique. No sonaba del todo mal.

Nadie a bordo del barco pudo ver crecer aquella tímida luna.