Nunca había podido concebir esas enormes distancias hasta que estuve una temporada en aquel lugar de la tierra. Ese lugar donde tienes que caminar varios kilómetros para visitar al vecino más cercano o conducir durante horas para encontrar en medio de la noche un motel cutre anunciado por un cartel con luces de neón.
Llevaba tantas horas conduciendo en la oscuridad, con la vista fija en el cercano tramo de carretera que alumbraban nuestros faros, que había desaparecido hasta mi preocupación inicial de atropellar alguna cría de canguro por distracción. No sabría decir si estaba pensando en todo lo que había sucedido tan repentinamente en aquellos días, o simplemente en nada. Aquella ancha recta parecía no tener fin, y tampoco podía recordar su principio. Conducía deprisa. Muy deprisa.
Tú dormías en el asiento de atrás. Eso hacía que el silencio fuese, con la velocidad y la oscuridad, el tercer protagonista de aquella noche. No sabría decir cuánto tiempo llevaba callado y al volante. Creo que no miraba el reloj, más que por desinterés; porque no recordaba siquiera su existencia.
Con aquella oscuridad envolvente, no había visto formarse una densísima capa de nubes que, repentinamente, en la melancolía de aquella larga noche de viajes sin rumbo, empezó a dejarse caer encima del mundo en forma de rápidas y enormes gotas. Noté que te movías en el asiento de atrás y que te incorporabas levemente. Puse el limpiaparabrisas a funcionar.
Unos segundos después, a lo lejos y por tercera vez en tantas horas, otras luces se dirigían hacia nosotros desde el horizonte. Aproveché el que nos alumbrasen al acercarse para mirar tu reflejo en el espejo retrovisor. Tú también. Nos cruzamos con aquél coche y volvimos a quedar a oscuras. No sabíamos qué hora era, pero en aquél fugaz encuentro de nuestras miradas tomamos una decisión con la unisonidad propia de la ausencia de palabras. Aparqué en la cuneta.
Sin renunciar a la oscuridad, a la velocidad, ni al silencio en el momento de nuestra decisión, habíamos llegado al acuerdo ciego y mudo de pasar la noche allí mismo, sabiendo que más que el reposo de un colchón necesitábamos el de nuestra piel, y más que las luces de neón; las que se escondían tras nuestros párpados cerrados. Sin bajarme del coche, pasé al asiento de atrás después de apagar el motor. Allí dormimos abrazados, envueltos y calmados por el sonido fuerte de la lluvia en la chapa del techo.
Recuerdo que antes de quedarme dormido, pensé que las gotas de lluvia que resbalaban por el cristal, viajaban aquella noche tan perdidas como nosotros.
¡Qué bonito! Me ha gustado lo de las crías de canguro. :D
ResponderEliminarSigues escribiendo genial, :)
ResponderEliminarMe emocionas en cada cosa que leo tuya, ^^
Cuídate.
Muchas gracias por la recomendación. Verdaderamente me ha parecido una historia preciosa. Me encanta tu manera de reflejar las sensaciones.
ResponderEliminarUn saludo. Inma. :-)
:-) muchas gracias, Inma. A mí me encanta que te encante. Un beso.
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