sábado, 23 de abril de 2011

las golondrinas y Julia Martínez

La mañana del veintitrés de abril de mil novecientos setenta y tres estaba muy soleada en Roma. Julia Martínez llevaba puesto un viejo vestido de seda ya amarillenta que usaba para estar por casa en días calurosos como aquél. Sobre él llevaba un delantal blanco adornado en el pecho con la publicidad de una marca de arroz. Estaba cocinando descalza con la ventana abierta. En mañanas como aquella le gustaba sentir entrar la brisa, el olor de las sábanas tendidas y el trajín de la calle entreverado con el canto de las golondrinas.

Julia Martínez había viajado a Roma con su mirada soñadora, su melena alborotada y sus delgadas piernas de bailarina a probar suerte en el mundo de la ópera. Esa voz suave, calmada, pero potente que brotaba con tanto sentimiento de su cuerpo diminuto había causado asombro a todos sus conocidos y Valentina Noguera, profesora de canto, fue quien le había recomendado ese destino que tan poca gracia hizo a su familia.

Dos de esas golondrinas se posaron cerca de su ventana. Julia Martínez, demasiado inquieta como para esperar pacientemente a que la salsa estuviera lista, se acercó a la ventana para observarlas más de cerca. También pudo observar aquella capa de polvo que se formaba en el exterior de las casas, que tan nerviosa le ponía en los primeros días de su llegada a Roma. Por más que limpiase el alféizar de su ventana a diario, amanecía cubierto por aquella enervante capa de polvo. Después comprendió que en una ciudad con tantísimos siglos de historia, aquella fina capa de polvo tampoco representaba un problema de gran magnitud. Se acostumbró a dejarla ahí y, curiosamente, tampoco se hacía más gruesa.

Las golondrinas se fueron volando, y Julia Martínez volvió con su cuchara de madera a darle unas vueltas; ensimismada en sus nostalgias de emigrante, a la salsa de tomate, cebolla y berenjena. ¡Ay, la sal! Siempre olvidaba la sal.

De pronto, comenzó a escucharse un sonido débil en un principio pero que a ritmo musical iba cobrando una fortaleza desmesurada que silenció a los coches en la calle, a las vecinas en la escalera, a las golondrinas en el aire y a los pensamientos en la cabeza de Julia Martínez. Se trataba de la vigorosa voz de un hombre, que cantaba posiblemente desde algún balcón a la bella mañana de primavera. Ella, en su afán por conseguir su sueño, conocía muchos actos de ópera que, desde su timidez, sólo se permitía a sí misma practicar mentalmente, moviendo los labios al mismo tiempo. Alguna vez, como mucho, entonaba a media voz. Es por esto que reconoció la interpretación de aquella voz firme; reconoció al Alfredo de La Traviata entonando su Parigi, o cara.

Julia Martínez se emocionó al escuchar esos versos tan bellos en aquella voz portentosa; pero su emoción se vio teñida de tristeza al pensar que no tendría una Violeta que le respondiera. Entonces se le ocurrió una idea disparatada... ¿y si ella misma fuese su Violeta cantando desde la ventana? Sonrió con cierta vergüenza y negando levemente con la cabeza ante lo tonto de aquella idea que acababa de tener. Se le escapó incluso una pequeña risita nerviosa sólo con pensarlo. Siguió escuchando, embelesada, los versos de aquél Alfredo improvisado; y en el último de ellos, para agudizar todavía más la emoción, aspiró profundamente el apetitoso olor de la salsa.

En ese mismo instante, a la vez que el olor; entró en ella con claridad el pensamiento de que estaba en Roma, lejísimos de su casa, con la idea de convertirse en cantante de ópera; en la mejor cantante de ópera del mundo. Y no sólo eso, también quería llevar una vida de estrella. Se dio cuenta de que tenía el innegable derecho de vivir con pasión. La ineludible obligación de ser apasionada, más bien. Fue corriendo hasta la ventana y desde allí apoyada respondió a la voz de aquél desconocido con un desgarro, una emoción y un dramatismo que verdaderamente parecía que estaba muriendo, enferma de amor, cantando hacia la calle.

Llegó la parte en la que las voces del dúo se unían y Julia Martínez no pudo aguantar aquella forma de sentir recién descubierta en ella misma y salió corriendo a la calle siguiendo el rastro de aquella preciosa voz. Salió descalza, con el delantal y el viejo vestido de seda; pasando sin dejar de cantar entre las vecinas de la escalera y los peatones de la calle que la miraban como se miraría a una mariposa gigante que cruzase fugazmente por sus vidas. Una mariposa descomunal. La pasión hecha ser.

El hombre de la voz, al escuchar cada vez más cercana a su Violeta de ensueño salió también a la calle en su busca. Así corrían, llamándose a gritos, entonándose un futuro juntos uno al lado del otro sin conocerse, asustando a los peatones y a los coches con carreras de ilusión, saltos de esperanza y giros de locura. Así fue pues, como Julia Martínez encontró en medio de las calles de Roma a aquél hombre que le cantaba a una mañana de abril mientras regaba los geranios, a aquél magnífico ser que le juró amor eterno desde los balcones antes incluso de ver su rostro ni saber su nombre.

Julia Martínez no sabía qué hacer con tanto sentimiento recién encontrado, con su nueva forma de ver la vida. No sabía dónde meter toda aquella pasión. Así que se aferró a ese hombre atractivo como su voz y le besó. Le besó en plena calle para asombro de todos los transeúntes mientras se quemaba la cebolla, el tomate y la berenjena en una casa de la que salió tan deprisa que sólo dejó en ella las marcas de sus manos en el polvo de la ventana.


Como dato innecesario, ni qué decir tiene que Julia Martínez y ese hombre con voz de tenor, desde aquél encuentro en las calles de Roma, comparten la vida juntos. A Julia Martínez no se la llegó a reconocer como la mejor cantante de ópera del mundo, pero sí es mi favorita. Fueron mis vecinos durante un año y ésta es la historia de amor que me inventé para ellos. Sólo me faltaba en ella la música.

martes, 12 de abril de 2011

como gotas

Nunca había podido concebir esas enormes distancias hasta que estuve una temporada en aquel lugar de la tierra. Ese lugar donde tienes que caminar varios kilómetros para visitar al vecino más cercano o conducir durante horas para encontrar en medio de la noche un motel cutre anunciado por un cartel con luces de neón.

Llevaba tantas horas conduciendo en la oscuridad, con la vista fija en el cercano tramo de carretera que alumbraban nuestros faros, que había desaparecido hasta mi preocupación inicial de atropellar alguna cría de canguro por distracción. No sabría decir si estaba pensando en todo lo que había sucedido tan repentinamente en aquellos días, o simplemente en nada. Aquella ancha recta parecía no tener fin, y tampoco podía recordar su principio. Conducía deprisa. Muy deprisa.

Tú dormías en el asiento de atrás. Eso hacía que el silencio fuese, con la velocidad y la oscuridad, el tercer protagonista de aquella noche. No sabría decir cuánto tiempo llevaba callado y al volante. Creo que no miraba el reloj, más que por desinterés; porque no recordaba siquiera su existencia.

Con aquella oscuridad envolvente, no había visto formarse una densísima capa de nubes que, repentinamente, en la melancolía de aquella larga noche de viajes sin rumbo, empezó a dejarse caer encima del mundo en forma de rápidas y enormes gotas. Noté que te movías en el asiento de atrás y que te incorporabas levemente. Puse el limpiaparabrisas a funcionar.

Unos segundos después, a lo lejos y por tercera vez en tantas horas, otras luces se dirigían hacia nosotros desde el horizonte. Aproveché el que nos alumbrasen al acercarse para mirar tu reflejo en el espejo retrovisor. Tú también. Nos cruzamos con aquél coche y volvimos a quedar a oscuras. No sabíamos qué hora era, pero en aquél fugaz encuentro de nuestras miradas tomamos una decisión con la unisonidad propia de la ausencia de palabras. Aparqué en la cuneta.

Sin renunciar a la oscuridad, a la velocidad, ni al silencio en el momento de nuestra decisión, habíamos llegado al acuerdo ciego y mudo de pasar la noche allí mismo, sabiendo que más que el reposo de un colchón necesitábamos el de nuestra piel, y más que las luces de neón; las que se escondían tras nuestros párpados cerrados. Sin bajarme del coche, pasé al asiento de atrás después de apagar el motor. Allí dormimos abrazados, envueltos y calmados por el sonido fuerte de la lluvia en la chapa del techo.

Recuerdo que antes de quedarme dormido, pensé que las gotas de lluvia que resbalaban por el cristal, viajaban aquella noche tan perdidas como nosotros.

miércoles, 6 de abril de 2011

animalfabeto

Una práctica serie de consejos de la A a la Z para salvar nuestro planeta elaborada por los niños de mi cole de prácticas. El viernes, cuando termine y me tenga que ir de la escuela creo que voy a contribuir al consejo de la letra Q,... y bastante.


lunes, 4 de abril de 2011

maremoto

... y entonces, me besaste. No, en realidad no me besaste. Cualquiera que hubiese visto la situación desde fuera, hubiera podido pensar que me estabas besando, pero no era así. Lo que en realidad me hiciste fue lo que el agua de las olas del mar hace con la arena de la playa.

Me llenaste de ti, me cubriste por completo con tu esencia, me inundaste de emociones, me acariciaste con tu espuma, me hiciste salir de mi estatismo para ponerme a rodar por la irreflexión, me transformaste en algo vivo, me hiciste oír tu canto eterno, me envolviste con tu olor oceánico, me abrigaste con tu humedad natural, me trajiste restos de conchas, me arrastraste haciéndome ver lo conocido desde un nuevo punto de vista, me centrifugaste.

Pero hay algo más que también hacen las olas del mar con la arena de la playa; abandonarla. Volver a arrastrarla hasta su lugar de origen, dejándola revuelta, mareada y sin saber lo que pasó. Volver a convertirla en piedra de una manera todavía peor que en un principio; porque a su ausencia de movimiento se suma la impotencia del recuerdo de la vida. Su sal la deja sedienta de su agua; sedienta incluso de la misma sal que le hace ahogarse lentamente por la necesidad de beberle.

En realidad no me besaste, cualquiera podría pensar que sí, pero yo sé que en aquél preciso momento lo que hiciste fue sumergisme en un mágico, colosal e inesperado maremoto llamado locura de amor.