Y entonces, se hizo el silencio en la pista. Nadie entre el público había visto antes el espectáculo; pero todos supieron que en ese preciso instante debían guardar silencio porque iba a ser representada la parte más espectacular de la función. Lo supieron por una extraña intuición; como la que le dice a la cocinera en qué momento está en su punto la sopa.
Entonces salió él a la arena. Todos permanecieron en absoluto silencio; se respiraba la inquietud. Llevaba un traje blanco hecho a medida, chaleco blanco, camisa blanca, corbata blanca, zapatos blancos y un clavel blanco le asomaba por el ojal. Su sonrisa también era blanca; pura.
- Damas y caballeros, buenas noches. Como ya todos saben, los trucos más arriesgados son aquellos que se realizan sin red, cuerdas, ni ningún artificio de engaño. En realidad, la espectacularidad que se consigue con ello, no se basa en la falta de seguridad; sino en la perfección de movimiento que se logra. No se puede saltar mejor que sin red, no se puede atravesar la cuerda floja mejor que sin arneses y, desde luego, no se puede volar de una forma más bella que cuando no existe el suelo.
Por instantes, la cara de aquel joven delgado parecía tomar facciones de alguien mayor; quien se dirigía a todo el público sin necesidad de alzar demasiado la voz era una persona más experimentada; más vivida, y con mucho más que enseñar.
- Con el amor ocurre lo mismo; damas y caballeros; nadie ama mejor, ni más bonito, que quien tiene sus dos pies apoyados en la incertidumbre.
Cuando hizo una pequeña señal; dieciséis operarios del circo salieron a la pista para llevarse todas las redes, cuerdas, arneses y cuantos elementos de seguridad o de estorbo se encontraron en el espacio de acrobacias.
- Les aconsejo que abran bien los ojos; pues esta noche van a ser testigos de una entrega de amor incondicional y sin medidas; una entrega con toda la confianza, pero sin ninguna seguridad; sin red.
Como todas las noches, como en todos los pequeños pueblos donde el circo acampaba; el joven empezó a otear entre el público buscando a la persona a quien entregarle su amor. Ofrecía verdaderamente su corazón a la persona elegida; no le importaba que fuese una mujer, un hombre, un pequeño muchacho o una anciana. Su sentimiento era tan profundo que resultaba inevitable; no podía olvidar a esa persona hasta enamorarse de nuevo. No podía comer, no podía dormir y tenía el corazón tan destrozado que venía necesitando más parches que la vieja carpa del circo. Es por eso que aquel muchacho representaba la principal atracción del espectáculo; porque nadie había visto nunca amar con tanto dolor.
Una inexplicable chispa atravesó por un instante sus ojos; aquellos extraños ojos; uno oscuro y otro miel. Comenzó a andar hacia el público. Se internó en la oscuridad que rodeaba al espectáculo; pero uno de los focos le siguió subiendo las escaleras. Se acercó a un joven del público; debía de tener su misma edad, o tal vez fuese incluso un poco más joven. Los dos se miraron fijamente a los ojos durante un momento.
- Me gustan tus orejas - dijo el muchacho de blanco sin dejar de mirarle a los ojos. Así, sin dejar de mirarle tampoco, sacó su clavel del ojal de la solapa y se lo ofreció. - Quiero que tú seas el gran amor de mi vida.
Si la vida de aquel muchacho vestido de blanco; aquel mago de las emociones; tuviera que resumirse en una función; sería en la de aquella noche. No por la perfección de la ejecución, la gracilidad de los movimientos o la belleza del acto de entrega; sino porque aquel sentimiento de amor incondicional fue el que terminó por destruir su corazón ya convertido en polvo, cenizas, claveles blancos marchitos y eco de sonido de aplausos.