miércoles, 27 de octubre de 2010

redacción para casa: la tortuga.

La tortuga es un animal que tiene cuatro patas, cabeza y una pequeña cola. Todo esto que decimos que tiene puede guardarlo dentro de un duro caparazón hecho de roca volcánica que siempre lleva allí donde va. Es un reptil y su pequeña cola tiene forma de triángulo.

Es un animal tan ancestral y remoto que existe desde antes de que se inventara el propio tiempo. Viaja por todo el mundo con unos pasos que se caracterizan por ser muy, muy cortos y muy, muy lentos. No le preocupa que sus pasos sean así de cortos y lentos; porque tiene todo el tiempo del mundo. De hecho, cuando se acabe el tiempo, seguro que la tortuga seguirá existiendo y viajando en su eterno periplo sin rumbo ni destino.

Para recorrer estas enormes distancias, la tortuga se alimenta del recuerdo de horizontes ya alcanzados, de lechuga, de esperanzas sobre los horizontes que vendrán, de manzana cortada en láminas finas y de autoconfianza y seguridad en sus propias capacidades como caminante. A veces también se emborracha de amor y atraviesa tranquila áridos desiertos, montañas rocosas o regiones cubiertas por el hielo; permitiéndose el lujo de caminar haciendo círculos para ver cómo todo cambia mientras ella permanece inmutable.

Quiero recorrerte a paso de tortuga.

Quiero tener todo el tiempo del mundo para caminar, a pasos de tortuga, por los paisajes de tu mente; deteniéndome a observar cada árbol, cada nube y cada pequeño caracol. Quiero perderme, a pasos de tortuga, por tu cuerpo; aprendiendo dónde hay valles, llanuras, montañas, y un hombro donde poder dormir. Quiero adentrarme, a pasos de tortuga, en lo más profundo de tu corazón; entender el lenguaje de sus latidos y poderle contestar con mis palabras de calor.

Porque antes de que avanzase la primera saeta, antes de que se encarcelara la arena en cristal; antes siquiera de que se clavase un palo en el suelo formando un reloj de sol; tenía claro que quiero recorrerte a pasos de tortuga. Porque el tiempo no me importa. Porque tenemos todo el tiempo del mundo.

jueves, 14 de octubre de 2010

Eloy (y el pez de plata)

Ocurrió una noche de verano. Una de esas claras noches de verano de la infancia que pasados los años cuesta ubicar entre pastel y pastel de cumpleaños... ¿sería entre el cuarto y el quinto? ¿entre el quinto y el sexto...? Más o menos por ahí, todavía era muy pequeñín.

Eloy había salido a pasear esa noche con su madre, su vecina y su abuela por el campo; por ese camino empedregado que acompaña al río. El río estaba tan negro como el cielo. Tan negro como las hojas en los árboles, las montañas en la lejanía y las hormigas durmiendo en sus agujeros. Todo negro. Esa minúscula parte del mundo se había convertido, sin que nadie se diese cuenta, en un teatro de siluetas; un juego de sombras. La brisa jugaba con las ramas, la oscuridad con los sueños, las piedras irradiaban el calor recogido durante el día y las luciérnagas mantenían con las estrellas un incomprensible diálogo de luz.

Un brillo inesperado, como un silencioso aullido para sus ojos, llamó la atención de Eloy hacia el río. Mientras las mujeres continuaban con su charla, siendo sin saberlo personajes de la obra de sombras; Eloy desvió sus cortos pasos hacia la orilla del río, abrió con sus manos un negro telón de juncos y observó frente a él un maravilloso espectáculo. En el río dormido, un enorme pez de plata se movía de un lado a otro, alimentándose del sueño de los peces incautos que descansaban confiando en que la noche los protegería con su manto de oscuridad. Ingenuos.

Fue corriendo hacia donde estaban su madre, su abuela y su vecina, extasiado por poder compartir con ellas el halazgo, ilusionado por lo contentas que se pondrían al ver algo tan maravilloso, y con una chispa de orgullo porque estaba seguro de que le reconocerían el haber sido el protagonista del descubrimiento. Pero mientras corría, en los escasos segundos que les costó alcanzarlas con sus zancadas de niño impulsado por la emoción, decidió que lo mejor sería no decirles nada. Su madre ya le había advertido algunas veces que no le gustaba que contase delante de los mayores sus historias de árboles que crecían en los tejados, caparazones de tortuga vacíos donde los ratones se reunían para jugar a la baraja o caballitos de mar que vivían en las acequias para regar los cultivos con una mezcla de agua y fantasía. A ella le encantaban, pero le dijo que había personas mayores a las que les resultaban increíbles o molestas. Así que decidió callarse.

Con sus amigos era otra cosa; a ellos sí les podía contar todo. A la tarde siguiente, cuando salieron a jugar juntos, Eloy les habló del pez de plata que había visto. Enseguida decidieron que eso era algo espectacular, que un pez de plata debería costar mucho dinero; y que se harían ricos y famosos si lograban capturarlo. Todos fueron al río e intentaron pescarlo con improvisadas cañas de rama con anzuelos robados a los padres y lombrices buscadas entre el barro; pero no hubo suerte. Probaron clavando con fuerza palos afilados en el agua y creando redes de hebras de hierba torpemente anudadas; pero no, no hubo manera.

- Eloy, eres un idiota. Siempre nos estás diciendo estupideces sobre animales imaginarios que sólo existen en tu cabeza hueca. A mí no me vuelvas a decir nada de esto, porque ya me tienes harto.

Nuestro pequeño amigo se quedó sentado en la orilla del río, desconsolado, viendo cómo el agua se llevaba flotando los inútiles instrumentos de pesca que habían fabricado esa tarde. Estaba muy dolido con los insultos de su amigo, con el respaldo que el resto de amigos le habían dado y, sobre todo, con la indiferencia del pez de plata ante las lombrices que habían ido a buscar expresamente para capturarlo. Además, se había puesto los pantalones llenos de barro, que cuando lo viera su madre, iba a ser la peor parte de la tarde. Tiró una piedra enorme y cargada de rabia al agua y se fue a su casa consternado.

Pero Eloy no se dio por vencido, él era pequeño pero muy valiente; así que esa misma noche, en lugar de salir a jugar a la plaza con unos amigos que no creían en él, volvió al río. Había cogido de su casa unas gambas con las que alimentaba a su pequeña tortuga y un colador de la cocina, dispuesto a pescar con esos utensilios al mágico pez brillante. Aunque como decimos, era muy valiente, la verdad que lo de bajar solo al río entre ese paisaje tan oscuro y silencioso era algo que costaba mucho esfuerzo, pero él lo hizo; cambió en su mente los miedos por los sueños, la intranquilidad por el deseo y la preocupación por la sensación de hacerse mayor. Ahí estaba, ante él, nuevamente, el pez de plata, con sus suntuosos movimientos, su danza acuática y su insaciable hambre de la tranquilidad de los peces dormidos.

Parecía que con el colador no podía llegar hasta donde el pez estaba y ya no le quedaban más gambas que arrojar al agua... ese bello pez; su pez secreto, seguía castigándole con su indiferencia; así que decidió volver a casa; una vez más, acompañado por el disgusto. Formaba parte pues, una noche más, del elenco de participantes en esa obra de sombras; ese mágico teatro negro de hojas, montañas, hormigas y brisa. La inmensa oscuridad alumbrada por un único foco; la luna llena en lo alto del cielo.

Eloy tardó un par de noches más en darse cuenta de que su pez secreto, el devorador de sueños, ese indiferente animal mitológico de brillos plateados no era más que el reflejo de la luna en el agua negra; dos larguísimas noches de tristeza y sentimiento de impotencia; pero que le enseñaron una lección.

Aunque a veces se reciban insultos, se tenga miedo de compartir nuestras fantasías con otros, aunque todo lo que fabriquemos no nos sirva para conseguir nuestros propósitos e incluso desperdiciemos todas las gambas de la pobre tortuga; vale la pena luchar por lo imposible, porque en la lucha también se aprende.

Ahora Eloy sabe trenzar redes con hierba, sabe a quién puede confiar sus secretos, sabe dónde pueden irse a buscar las mejores lombrices, sabe que el mejor lugar para un colador es la cocina y sabe, sobre todo, que en las noches de verano; después de todo el calor del día, la luna y las estrellas bajan a refrescarse en las tranquilas aguas de su río.